De la capital imperial a la tierra de los ciervos: un viaje por Kioto y Nara.
- Analu

- 8 oct
- 9 Min. de lectura
Después de despedirnos de la energía vibrante de Tokio, tomamos un vuelo hasta el aeropuerto de Osaka y desde allí un tren que nos llevó directamente a Kioto, en el corazón de la isla de Honshu; rodeada de montañas y atravesada por ríos, es una de las ciudades más emblemáticas de Japón, que sucedió a Nara como capital imperial en el año 794 y permaneció como centro político y cultural durante más de mil años, siendo cuna de tradiciones artísticas, arquitectónicas y espirituales que aún hoy siguen vivas. Sus templos, jardines, santuarios y callejones empedrados, conservan la esencia de un Japón antiguo, donde el tiempo parece fluir de manera distinta.
Aunque en 1869 la capital fue trasladada a Tokio, Kioto mantuvo intacta su importancia cultural. A diferencia de muchas otras ciudades japonesas, durante la Segunda Guerra Mundial fue prácticamente preservada de los bombardeos, lo que permitió que más de dos mil templos y santuarios (algunos con más de diez siglos de historia) sigan en pie como guardianes silenciosos del pasado. Esa atmósfera única también ha inspirado la literatura y el cine: basta recordar “Memorias de una Geisha”, donde las calles y casas de té de Kioto se convierten en escenarios que revelan la delicadeza y el misterio de su tradición.
Hoy en día, Kioto es reconocida como la capital cultural y espiritual de Japón, un lugar donde conviven en perfecta armonía, la tradición y la modernidad. Es aquí donde aún se puede ver una “maiko” (aprendiz de geisha) o una "geiko” (como se llaman a las geishas en Kioto) caminando por las calles de Gion, escuchar el silencio en un jardín zen o contemplar cómo florecen los cerezos cada primavera; recordándonos que la belleza en Japón, siempre se encuentra en la sutileza de lo efímero.
Al llegar, nos esperaba una experiencia muy especial: pasar la noche en un “Ryokan”; una posada tradicional japonesa, que suelen estar construidas en madera, habitaciones de “tatami” (esteras de paja tejida), puertas corredizas de papel y colchones que se colocan directamente sobre el suelo. Hospedarse en un Ryokan no es simplemente dormir en un lugar distinto, sino detener el tiempo y vivir Japón desde su raíz más auténtica. Nosotros, por recomendación de un gran amigo, lo hicimos en “Seikoro Ryokan”, fundado en 1831, catalogado como uno de los alojamientos más tradicionales de Kioto, situado en el encantador barrio de Higashiyama. Al llegar, nos recibieron con té y dulces tradicionales, nos enseñaron cómo colocarnos un kimono, y hasta nos invitaron como parte de la experiencia cultural, a sumergirnos en las aguas del “onsen”; baño de aguas termales volcánicas naturales, separados hombres de mujeres, donde el protocolo y la etiqueta incluyen un aseo previo antes de ingresar al termal y bañarse completamente desnudo, manteniendo un comportamiento respetuoso. Confieso que para mí fue difícil ingresar, y lo hice sólo porque no había nadie, pues la idea de desnudarme y sumergirme en un espacio compartido, no me permitió sentirme tranquila. Mi esposo, en cambio, encontró en esas aguas termales un refugio para relajarse y dejarse llevar por la calma del lugar.
Caminar y perdernos por los barrios cercanos, fue un descubrir de callejones empedrados, iluminados por faroles, casas con fachadas de madera y jardines zen. En esa caminata nos encontramos con un restaurante encantador de cocina tradicional japonesa, Ryoriya Otaya, con platos cuidadosamente preparados con pescados de temporada, y que ha sido destacado en la Guía Michelin con la categoría “buena comida a buen precio” (Bib Gourmand). Después de cenar y “como a la tierra que fueres, has lo que vieres”, terminamos nuestro día, sentándonos con los viajeros y locales, a la orilla del Río Kamo que atraviesa la ciudad, para sentir la calma, que transmite el sonido del agua.
Muy temprano salimos a caminar bajo una llovizna ligera; compramos esas clásicas sombrillas transparentes que todos usan en Japón y empezamos a subir por las calles empinadas de Higashiyama. En el camino pasamos por el Templo Otani-Hombyo, mausoleo del fundador de la escuela Jodo Shinshu del budismo, Shinran Shonin. Allí se extiende un enorme cementerio en la ladera, con miles de tumbas que muestran cómo en Japón la muerte se honra como parte natural del ciclo de la vida; y casi sin darnos cuenta, llegamos por un costado al imponente Kiyomizu-dera, uno de los templos más famosos de Kioto, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La vista desde allí es impresionante: la gran terraza de madera se abre sobre la ciudad rodeada de montañas y bosques que parecen abrazar el templo, en cuyo corazón fluyen las famosas Cascadas de Otowa, que simbolizan salud, longevidad y éxito en los estudios para quienes beben de ellas. Al terminar la visita al templo, caminamos hasta llegar a la “Pagoda Yasaka”, la pagoda budista de cinco pisos del Templo Hokanji, la cual ha sido destruida por el fuego en varias ocasiones; continuando con nuestro recorrido por Kiyomizu-zaka, una calle tradicional con casas de madera, llena de tienditas de artesanías y cafés que conservan el encanto del Kioto antiguo; allí descubrimos los famosos Yatsuhashi (dulces típicos de la ciudad), nos encontramos personas vestidas con kimono y hasta nos sorprendió encontrarnos con tiendas inesperadas, como una dedicada a “Peter Rabbit” y otra a “Mi Vecino Totoro” de Studio Ghibli, haciendo de nuestro recorrido una mezcla de tradición y fantasía.
Después de bajar por calles empedradas llenas de tiendas tradicionales, llegamos hasta el famoso Barrio de Gion, conocido por ser el corazón de la cultura de las geiko (geishas) en Kioto. Entre sus callejones antiguos y casas de madera todavía se respira un aire de elegancia y tradición. Allí habíamos hecho con anticipación una reserva en Tempura Endo Yasaka, un restaurante muy reconocido en la zona por su especialidad en tempura, con un menú especial de almuerzo llamado “Tempura Prix”, además de los platos de temporada; es un lugar que ofrece una experiencia refinada, donde cada plato se prepara con una delicadeza que convierte la comida en un verdadero arte.
Tras nuestra experiencia en Seikoro Ryokan, nos dirigimos hacia otro alojamiento muy especial, recomendado por otro amigo de mi esposo; el Ryokan Sawaya Honten, con su propio encanto tradicional japonés, sencillo y acogedor, con una hospitalidad auténtica.
Al día siguiente, temprano en la mañana y antes de que llegaran las multitudes de turistas, nos dirigimos a Arashiyama, en el pueblo de Sagano. Allí nos esperaba uno de los paisajes más icónicos de Kioto: el Bosque de Bambú. Caminar por esos senderos rodeados de árboles altísimos fue como entrar en otro mundo, en un silencio sólo interrumpido por el crujir de los tallos con el suave roce del viento, un sonido que parecía un susurro espiritual. A la entrada nos encontramos con una frase que cobraba pleno sentido en medio de ese escenario: “Espero que aquí encuentres a tu Buda”, y es que ese lugar realmente invita al encuentro interior, a detenerse y respirar. Desde el bosque se puede llegar a la Villa Okochi-Sanso, la antigua residencia del actor japonés Denjiro Okochi, donde los jardines zen, construidos en lo alto, ofrecen algunas de las mejores vistas de la ciudad. Una visita que, al igual que el bosque, no es sólo para admirar con los ojos, sino también para sentir desde la calma interior.
Muy cerca del bosque se encuentra el Templo Tenryu-ji, literalmente “Templo del Dragón Celestial”, Patrimonio de la Humanidad y uno de los cinco templos zen más importantes de Japón. Fundado en 1339, fue construido gracias a una curiosa misión comercial hacia China con el “barco Tenryu-ji”, cuyos fondos permitieron concluir gran parte de la obra. A lo largo de su historia, el templo ha sido destruido por incendios en varias ocasiones, pero su jardín ha permanecido intacto, como símbolo de permanencia en medio del cambio. Estos jardines son un reflejo vivo de la filosofía zen: sencillos, armónicos y diseñados para contemplar en silencio.
De allí nos dirigimos hacia otro de los grandes tesoros de Kioto: el Templo Kinkaku-ji, conocido como el Pabellón Dorado. Sus paredes recubiertas en hojas de oro no sólo brillan con el sol y se reflejan en el estanque que lo rodea, sino que también simbolizan la pureza espiritual y la capacidad de alejar la negatividad, según la tradición budista. Lo interesante es que este lugar no fue pensado originalmente como templo, sino como la villa de descanso de un shogun que buscaba paz lejos de las batallas y tensiones políticas. Tras su muerte, la residencia fue transformada en un templo zen, lo que le dio la atmósfera espiritual que conserva hasta hoy. Otro detalle curioso es que el edificio actual no es el original: en 1950 un monje lo incendió, y la estructura que vemos hoy fue reconstruida en 1955. El jardín que lo rodea, tiene su propia magia: fue diseñado para que cada ángulo ofreciera una vista perfecta, integrando la naturaleza como parte del templo. Por su valor histórico y espiritual fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1994.
Después de maravillarnos con el brillo del Pabellón Dorado, seguimos nuestro recorrido hacia otro de los lugares más emblemáticos de Kioto: el Fushimi Inari Taisha. Este santuario sintoísta, está dedicado al dios Inari, considerado protector de las cosechas, los negocios y la abundancia; es conocido en todo el mundo por sus miles de "toriis" rojos alineados uno tras otro, formando túneles interminables que serpentean a lo largo de la montaña. Los toriis son puertas tradicionales japonesas que marcan la entrada a un santuario sintoísta y simbolizan el paso del mundo terrenal a un espacio sagrado. Cada torii ha sido donado por familias o empresas japonesas como muestra de gratitud y prosperidad. Caminar entre esos pasillos rojos es como atravesar un portal espiritual, un camino que parece no tener fin y que envuelve al visitante en una atmósfera única de devoción y misterio.
El Palacio Imperial de Kioto (Kyoto Gosho), ubicado dentro del Jardín Nacional (Kioto Gyoen), fue la antigua residencia de la familia imperial hasta que la capital se trasladó a Tokio en 1869. El edificio que vemos hoy, fue reconstruido en 1855 tras varios incendios, lo que no le resta encanto, pues aún transmite el refinamiento con que vivía la corte japonesa. Caminar por sus jardines y corredores es como pasear en el tiempo, en una época en la que Kioto era el corazón político y cultural de Japón. El Palacio, con su arquitectura sobria y elegante, refleja la estética de la corte imperial, con sus techos de madera oscura, los tatamis perfectos y los amplios jardines rodeados de muros que transmiten una sensación de grandeza. Lo más curioso es que, a pesar de su importancia histórica, el lugar se siente más íntimo que majestuoso: no es un castillo imponente, sino un espacio que respira la sutileza del Japón antiguo.
Después de recorrer los templos, bosques, jardines y callejones de Kioto, el viaje continuo hacia Nara, una ciudad que guarda en silencio los orígenes más profundos de Japón…
DEL KIOTO IMPERIAL AL ENCANTO ESPIRITUAL DE NARA:
Desde Kioto tomamos un tren que, en menos de una hora, nos llevó hasta Nara. El trayecto fue tranquilo y al llegar a la estación, tomamos un bus que nos condujo directamente hacia el parque central. Nara fue la primera capital permanente de Japón, en una época en que las capitales solían cambiar con cada emperador y es considerada en el país, la cuna del budismo. Hicimos el viaje de un día, saliendo de Kioto y regresando esa misma tarde: una ruta sencilla y perfecta para conocer la esencia de Nara y sentir la calma profunda de una ciudad que resguarda los orígenes de la espiritualidad japonesa.
Los primeros en recibirnos fueron los Ciervos Sika que deambulan en libertad por la ciudad. Aproximadamente 1,200 de ellos viven en el parque y, según la leyenda, descienden de un dios que llegó a Nara montado en un ciervo blanco, razón por la cual han sido considerados “mensajeros sagrados” y protegidos con tal devoción, que durante siglos se llegó a castigar con pena de muerte a quien los lastimara. Hoy, se acercan a los visitantes con la costumbre de inclinar la cabeza con una pequeña venia antes de recibir su alimento, los Shika Senbei (galletas de arroz hechas para ellos), que se venden en varios puntos del parque.
Entre senderos y árboles, llegamos al imponente Todaiji, un templo budista del siglo VIII que fue en su tiempo, el edificio de madera más grande del mundo y que resguarda en su interior al Gran Buda de bronce, que con más de quince metros de altura, es la estatua en interior más grande de Japón; estar frente a ella, provoca una mezcla de asombro y recogimiento. A su alrededor, las estatuas de los guardianes de aspecto imponente parecen vigilar, recordando que la serenidad también necesita protección; y en medio de esa fuerza, un detalle delicado llama la atención: un pétalo de loto con inscripciones, símbolo de pureza de la mente y renacimiento, resaltando la solemnidad y calma que da este lugar.
Nara nos dejó una huella profunda; no fue sólo caminar entre templos y ciervos, sino entrar en un espacio donde la serenidad del Buda, la fuerza de los guardianes y la sutileza del loto parecen fundirse en total armonía. Al regresar, la sensación era clara: más que un viaje de un día, había sido un encuentro con lo esencial, con esa calma que permanece y acompaña, aún cuando el viaje termina.
Cada rincón de estas ciudades guarda un eco de historia y espiritualidad; desde los templos dorados, los jardines zen, los bosques de bambú o los callejones empedrados de Kioto hasta la solemnidad del Gran Buda, la fuerza silenciosa de sus guardianes o la cercanía humilde de los ciervos que parecen saludar al visitante en Nara, descubrimos no sólo paisajes inolvidables, sino también instantes de calma y conexión.
Recorrer ambas ciudades es como abrir las páginas vivas de la historia japonesa: la primera, la capital imperial durante siglos, donde se forjaron tradiciones que aún perduran; la segunda, cuna del budismo y guardiana de los orígenes espirituales del país. En ambas, cada calle conserva una memoria, cada templo un legado y cada encuentro un susurro de sabiduría antigua.
Arigato gozaimasu (Gracias) Kioto y Nara, por mostrarnos la belleza serena, la historia viva y esos silencios sagrados que quedan grabados en el corazón, como huellas imborrables de un Japón que nunca se olvida.
KIOTO:
NARA:




































































































Qué bonitas las descripciones de todos los sitios, las frases y la conexión que transmites.
“Al regresar, la sensación era clara: más que un viaje de un día, había sido un encuentro con lo esencial, con esa calma que permanece y acompaña, aún cuando el viaje termina.”
“Arigato gozaimasu (Gracias) Kioto y Nara, por mostrarnos la belleza serena, la historia viva y esos silencios sagrados que quedan grabados en el corazón, como huellas imborrables de un Japón que nunca se olvida.”
Tus escritos son profundos y maravillosos, y tus fotos son hermosas!Siempre los disfruto mucho!Sentí profundamente la grandeza de la historia y la cultura de Kyoto y Nara.
Gracias Anita querida por compartir tu "Post de Pasaporte al Alma", me hiciste regresar como al final de los años 50 años, no existía tecnología, solo nos acompañaban las viejas enciclopedias que pertenecieron a los abuelos, tíos y así continuaba la herencia, o en el posible caso de querer investigar y adquirir conocimiento sobre ese bello y único Pais del mundo, con diferente cultura, costumbres, tradiciones, el tomar té ( mientras aquí se tomaba chicha), teníamos que desplazarnos a las bibliotecas de la ciudad.
Me encanta toda la descripción, y te comento que añoro que en una nueva oportunidad que me dé la vida, poder reencarnar en ese país, que nos lleva años luz en toda su filosofía y hábitos…
Gracias Analu por tu pluma limpia y corazón palpitante. Leer tus relatos de viajera me inspiran, entretienten y me unen a tu corazón espirtual.
Hermoso relato que hace volver a visitar estos lugares mágicos! La narración y las fotos son cada vez mejores! ❤️❤️❤️